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paralelismos
Lo
normativo de toda simbología (aún descendida a su grado menos vital, que es el
alegórico) es su carácter sugerente, imposible de ser alcanzado o contenido por
el discurso verbal. El Tarot no escapa a esta regla, y buena parte de las
críticas que han recibido sus comentaristas se basan (hay que reconocer que con
justicia) en su incapacidad para sustraerse a la fascinación de este juego
interminable. Así, Wirth se esfuerza en relacionar la simbólica zodiacal con el
Tarot, aún cuando el número de planetas, el de los doce signos o su suma, no
casan sino difícilmente con las veintidós láminas de Marsella. Esto le lleva a
componer cuadros más o menos malabares, en los que tan pronto es un planeta, un
signo o hasta una constelación, los que darían una concordancia aproximada con
el Arcano de turno. Otro tanto puede decirse de las correlaciones alquímicas,
en las que es necesario un alto grado de buena voluntad para seguir sus
razonamientos.
Es
indudable, sin embargo, que pueden extraerse de esas reflexiones (como ocurre
también con textos de Lévi, Marteau y Ouspensky) numerosos paralelismos y
coincidencias. Ellas no permiten coronar el gran sueño esotérico del sistema
único del que la diversidad consiste en el número de sus manifestaciones, pero dejan
afirmar que hay allí una considerable intuición de la armonía, un sentimiento
del orden que no niega la movilidad del caos, dotado de una suntuosidad
analógica bastamente fértil para los
aventureros
de lo imaginario.
Si
se han traído aquí sólo dos ejemplos de esos posibles encadenamientos, es
porque ellos -las vías iniciáticas, la Cábala- ejemplifican las más evidentes
relaciones; también porque, en la imposibilidad de agotar esta teoría de los
espejos, el número 2 puede ser todos los números, el primer esfuerzo por
superar la unidad definidora y, en sí mismo, una metáfora de la eternidad.
Las mancias y
su filosofía.
Las
disciplinas mánticas, son casi tan antiguas como la existencia de la humanidad
o, al menos, como los más remotos vestigios de cultura. Desde los oráculos y la
consulta a las vísceras de los animales del sacrificio, las sociedades han
demostrado una vocación
inquebrantable
por la investigación del futuro. Lejos de agotarse o desaparecer entre los
beneficios de la culturización, esta constante ha permanecido, si bien el
pensamiento dominante de cada época tendió unas veces a entronizarla en los
límites de la
perspicacia
y la sabiduría, y otras -como viene ocurriendo del positivismo para aquí- a
sumergirla como residuo involutivo de la superstición. Su vitalidad no da
trazas de ceder, sin embargo, como lo prueban las secciones astrológicas de
periódicos y revistas,
los
millones de personas que a diario consultan a las cartas o se hacen leer las
manos, los centenares de hilos sueltos (premoniciones, sospechas telepáticas,
buenos y malos augurios) que siguen uniendo al racionalista de nuestro tiempo
con el llamado pensamiento primitivo. Para Gwen Le Scouézec (Encyclopédie de la
Divinatión) la última manifestación cultural de esta necesidad puede verse en
la interpretación de los sueños, del psicoanálisis ortodoxo.
Es
importante hacer algunas precisiones sobre las disciplinas mánticas en general,
a las que se puede dividir entre las que utilizan un «intermediario» y las que
no lo utilizan. Estas últimas son sin duda las más remotas, e incluyen a todo
tipo de videntes, médium,
chamanes
y otros investigadores de los estados intermedios de conciencia. Entre las
mancias con intermediario cabe distinguir aún a aquéllas que no escapan al
ámbito personal del consultante, de las que podrían llamarse «referenciales»,
ya que se valen de un objeto ajeno al adivino y al consultante, y son la
inmensa mayoría de las que se practican en el mundo.
A
esta última categoría pertenece la cartomancia, de la que el Tarot es el grado
más complejo y especializado.
Es
frecuente que, con un criterio generalizador poco riguroso, se confunda el
esoterismo con la mística, la magia o hasta la simple y pura superstición. Para
Charles Grandin (Les sources de la pensée sauvage) “el esoterismo es un
riguroso método de conocimiento; la mística, un proceso en principio emotivo y
escasamente intelectual, cuyos resultados son imprevisibles; la magia, una
técnica o un oficio, como pudieran serlo la medicina o la alfarería. Si se
confunde estos términos a menudo, es sólo porque los tres apuntan a lo mismo”.
Partiendo
como parte de un pensamiento más simbológico que verbal (en la medida en que
reconoce el principio según el cual la verdad es inefable y toda formulación la
distorsiona) era previsible que el conocimiento esotérico atravesase los
siglos, de la
escolástica
para aquí, como una supervivencia apenas tolerada de la mentalidad infantil de
la humanidad. A ello colaboró, en primer lugar, el absoluto predominio que se
dio a la especulación verbal como vía de conocimiento en las culturas de
Occidente y,
en
segundo término, el propio ritmo de vida de estas culturas, cada vez menos
propenso a facilitar los benéficos de la meditación absorta. El tercer factor descalificador
del pensamiento esotérico -y, sin duda, la razón más evidente de su largo
desprestigio- lo
constituyó
el ejército de charlatanes, improvisadores y exaltados que, desde mediados del
siglo XVIII pretendieron estar en posesión de todas las llaves más o menos
secretas de la sabiduría y de la felicidad. A muchos de ellos hay que
agradecerles, no
obstante,
su papel de puente histórico entre un conocimiento en extinción y la apertura
metodológica de las investigaciones contemporáneas; pero no es menos cierto que
su lenguaje ampuloso, su soberbia, y con frecuencia su incultura, colaboraron
notablemente al desprestigio de aquello que pretendían exaltar.
Puede
decirse que la concepción moderna de las disciplinas esotéricas parte de la
lucidez y el esfuerzo del metafísico francés René Guénon, quien las dotó de «un
léxico técnico, de un rigor y de una precisión casi matemáticos», como asegura
uno de sus
más
brillantes seguidores, el filósofo y orientalista Luc Benoist (L'ésotérisme).
«El punto de vista esotérico no puede ser admitido y comprendido -dice Benoist-
sino por el órgano del espíritu que es la intuición intelectual o intelecto,
correspondiente a la evidencia interior de las causas que preceden a toda
experiencia. Es el medio de aproximación específico de la metafísica y del
conocimiento de los principios de orden universal. Aquí se inicia un dominio en
donde oposiciones, conflictos, complementariedades y simetrías han quedado
atrás, porque el intelecto se mueve en el orden de una unidad y de una continuidad
isomorfas con la totalidad de lo real (...). El punto de vista metafísico,
escapando por definición de la relatividad de la razón, implica en su orden una
certeza. Pero frente a esto ella no es expresable, ni imaginable, y presenta
conceptos sólo accesibles por los símbolos. »
El
Tarot: La historia y sus datos
Se
atribuye a Curt de Gébelin, en su monumental obra Monde Primitif (1781), la
primera descripción escrita del juego de Tarot; también podría atribuírsele la
responsabilidad de su leyenda, lanzada tan espontánea como gratuitamente. En el
tomo VIII de Monde, Gébelin asegura que el Tarot sería nada menos que él «único
libro sobreviviente de las dispersas bibliotecas egipcias», aunque no aporta la
menor prueba en defensa de su arriesgada teoría. Mérito de Gébelin fue, sin
duda, reparar por primera vez en la riqueza simbólica de las láminas, que
descubrió por casualidad en la Camargue, donde los vaqueros las utilizaban para
un rústico sistema de adivinación. Pero el destino de estas literaturas es a
menudo equívoco y contradictorio: a Gébelin se lo recuerda menos por esta
perspicacia que por su desmesurada ficción, ya que aquélla necesitó de las
investigaciones contemporáneas para resurgir
en
toda su agudeza, mientras que la teoría egipcia gozó desde su lanzamiento de un
siglo y medio de reiterado fervor.
Seguramente
contribuyó a esta superchería el clima de la época, el gusto por los disfraces
caprichosos que caracterizó al ocultismo de salón. El hecho es que tras las
huellas del autor de Monde Primitif puede citarse a una constelación de ágiles
embaucadores,
a cuyo frente merece figurar Etteilla, reconstructor de un Tarot galante y
arbitrario, que tuvo sin embargo la fortuna de convertirse en naipe favorito de
los adivinos, y fue usado por los más célebres de ellos incluida la
deslumbrante
mademoiselle
Lenormand. Etteilla -que en realidad se llamaba Alliette, y fue peluquero de la
aristocracia francesa hasta el encuentro de su definitiva vocación- se
convirtió rápidamente en el pope de la cartomancia, y desorbitó las
presunciones de
Gébelin
en numerosos escritos, en los que proclamó al Tarot como al libro más antiguo
del mundo, obra personal de Hermes-Thot en la remota infancia de la humanidad.
Un paso más allá se arriesgó Christian (Histoire de la Magie, 1854), imaginando
las
ceremonias
de iniciación en el templo de Memphis, que habrían estado presididas por los
veintidós arcanos, cada uno de los cuáles equivalía a una llave de la
revelación. Cuando la ruina faraónica, este compendio de conocimientos supremos
habría pasado a los pitagóricos y los gnósticos, quienes a su vez lo dejaron en
herencia a los alquimistas. Esta síntesis imaginativa de la prehistoria del
Tarot, alcanzaría tiempo después su consagración por medio de Eduard Shuré, quien
la repite puntualmente en Los grandes
iniciados,
acaso el primer best-seller que produjera el ocultismo.
Pero
es a través de la obra de un sacerdote -increíble codificador de cuánto se
conocía hasta entonces sobre ciencias ocultas- que el Tarot llegará al punto
más alto de su prestigio mítico. El abate Constant, popularizado para el mundo
bajo el seudónimo de
Éliphas
Lévi, hace de él la columna vertebral y el conductor secreto de su libro
capital (Dogme et Rituel de la Haute Magie, 1856). Lévi asegura que el Tarot no
es otro que él «libro atribuido a Enoch, séptimo maestro del mundo después de
Adán, por los
hebreos;
a Hermes Trimegisto, por los egipcios; a Cadmus, el misterioso fundador de la
Ciudad Santa, por los griegos», y desarrolla la teoría según la cual los
arcanos consiguieron su envidiable supervivencia. El sabio cabalista Gaffarel,
uno de los
magos
de la corte del cardenal Richelieu, habría probado que «los antiguos pontífices
de Israel leían las respuestas de la Providencia en los oráculos del Tarot, al
que llamaban Théraph o théraphims». Cuando la destrucción del Templo, en el año
70, él
recuerdo
de los théraphims originales acompañó al pueblo elegido en su destierro, y su
simbolismo -ya que no sus formas- se transmitió por tradición oral durante
siglos. Los cabalistas españoles habrían reconstruido las tabletas, en un
momento que podría
ubicarse
alrededor del siglo XIII.
Es
evidente que el simbolismo de los arcanos se relaciona con grafismos primitivos
y recurrentes, pero nada autoriza en la actualidad a pronunciarse por la
continuidad histórica ideal que propone Lévi. Más coherente es atribuir la
paternidad del Tarot al
genio
colectivo de los imagineros medievales, como sugiere Wirth, quienes dotaron de
la bella forma que conocemos a un conjunto simbólico disperso, al que los
siglos, el conocimiento iniciático de las corporaciones, la casualidad y el
trabajo de reconstrucción de los eruditos de los últimos doscientos años, acabó
por convertir en el rutilante mazo de 78 naipes que se conoce bajo el nombre de
Tarot de Marsella.
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